El triunfo de la muerte

El triunfo de la muerte

viernes, 12 de diciembre de 2014

El contagio de la peste: miedo y desestructuración social

El caso concreto de la peste supuso un punto y aparte en el miedo que causaba a la población. Era muy extendida la creencia de que esta enfermedad se transmitía con la mera mirada, pero lo cierto es que se propagaba por el aire y de muy sencilla manera. Cualquiera podría contagiarse teniendo un mínimo contacto con un paciente de este mal.

Esto supuso una grave desestructuración social, así como un horror para todo aquel que padeciese los síntomas, pues era rápidamente apartado de la sociedad y aislado del contacto humano; no podía relacionar ni tan siquiera con sus parientes y seres queridos, lo cual suponía una dramática situación para todos los afectados.

Este comportamiento no variaría con el paso del tiempo, y a la hora de tratar un caso de peste era inevitable que esta situación se repitiese. Nadie quería tener proximidad con el enfermo dados los riesgos que ello suponía, de modo que eran abandonados en sus residencias dónde sufrían y fallecían, o trasladados a espacios externos a las zonas urbanas donde igualmente eran apartados todos los pacientes hasta fallecer; de esta labor se encargaban profesionales sanitarios que se arriesgaban a contagiarse.
Una conducta muy común ante signos de contagio en la localidad dónde se residía era la huída a otras zonas y fueran urbanas o rurales. En este éxodo improvisado no se tenía en cuenta la posición social de las personas, así como su riqueza o su cargo y autoridad; simplemente se buscaba el alejarse del foco de la enfermedad. Sin embargo, la mayoría de personas que lograban escabullirse de su ciudad antes de que esta se aislase por la enfermedad solían estar ya contagiadas, de manera que suponían un factor más que expandiese la peste por el mundo.

Por otro lado se encontraban aquellos que por el ya nombrado aislamiento, o por la falta de capacidad de reacción o de valor, no abandonaron sus localidades. En este aislamiento al que se veían sometidas las ciudades la población vivía bajo el miedo y la desconfianza, un descontrol que únicamente aceleraría su declive y caída, junto a la de sus habitantes. Había sin embargo quienes preferían mantenerse al margen del caos de la calle y se refugiaban en sus casas, adoptando una postura religiosa y de oración; fue especialmente duro para ellos el no poder velar a sus familiares por miedo al contagio.

En contraparte a ellos se muestran aquellos que preferían dedicarse al exceso y desenfreno, buscando el apurar sus últimos momentos de vida.

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