El triunfo de la muerte

El triunfo de la muerte

lunes, 1 de diciembre de 2014

La soledad de los muertos

Uno de los riesgos que más va a inquietar a la población es la del entierro de los cadáveres. En los grandes nucleos urbanos lo usual era enterrar a los muertos intramuros, generalmente en los recintos sagrados de las parroquias, hospitales y conventos. Las sepulturas las podíamos encontrar en las criptas o bóvedas subterraneas, en los nichos de los muros y en el piso de las naves. Existía un criterio de jerarquía que reproducía el orden social estamental de los vivos, así pues los más privilegiados se situaban debajo del altar y en la nave principal o en ostentosos panteones particulares situados en las pequeñas capillas laterales. A medida que se aumentaba la distancia con respecto al altar mayor la categoría social de los sepultados iba decreciendo. En cuanto a las ventajas aludidas a estas prácticas podemos citar las que afirmaban que así los muertos podían participar de todas las oraciones y sufragios, además los cuerpos que se encontraban dentro de las iglesias estaban resguardados de la rabia del demonio. En el exterior, los claustros, patios y plazuelas de las iglesías servían de campo santo para la gente sencilla.

En momentos de gran mortalidad por pestilencia lo que se hacía era abrir en los lugares extramuros grandes fosas comunes y anónimas con el objetivo de que los cadaveres no se amontonaran en las viviendas con las consecuencias negativas que esto podía provocar. Los cadaveres se enterraban con cal.

Por lo que respecta a Francia, la práctica de inhumar en iglesias comenzó a ser criticada a finales del siglo XVII considerándola una vanidad mundana. Pronto se van a añadir otros motivos como la saturación de tumbas y los problemas higiénicos. Este proceso en España se produjo de forma más tardía.

Urgía por tanto sacar los cementerios de las ciudades y disciplinar la práctica inhumatoria. Con respecto a esto último los médicos españoles solicitaron que se ordenara el espacio de la inhumación. Van a surgir por tanto una serie de dictados a seguir por parte de los enterradores para que las condiciones de las inhumaciones fueran lo más higiénicas posibles. Con las órdenes reales de Carlos II, de 3 de Abril de 1787 se daban las disposiciones sobre el enterramiento en cementerios construidos fuera de las poblaciones. Durante los primeros años resultó poco frecuente el cumplimiento de las órdenes reales por los distintos intereses respecto al enterramiento de los cadaveres.

Finalmente se generalizó la construcción de este nuevo tipo de cementerios con la llegada de los nuevos contagios por fiebre amarilla a partir de 1800 y por el debilitamiento económico y político de la Iglesia provocado por las desamortizaciones.

La idea basicamente era que los muertos no matasen a los vivos.

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