Uno de los riesgos que más va a inquietar a la población es la del
entierro de los cadáveres. En los grandes nucleos urbanos lo usual
era enterrar a los muertos intramuros, generalmente en los recintos
sagrados de las parroquias, hospitales y conventos. Las sepulturas
las podíamos encontrar en las criptas o bóvedas subterraneas, en
los nichos de los muros y en el piso de las naves. Existía un
criterio de jerarquía que reproducía el orden social estamental de
los vivos, así pues los más privilegiados se situaban debajo del
altar y en la nave principal o en ostentosos panteones particulares
situados en las pequeñas capillas laterales. A medida que se
aumentaba la distancia con respecto al altar mayor la categoría
social de los sepultados iba decreciendo. En cuanto a las ventajas
aludidas a estas prácticas podemos citar las que afirmaban que así
los muertos podían participar de todas las oraciones y sufragios,
además los cuerpos que se encontraban dentro de las iglesias estaban
resguardados de la rabia del demonio. En el exterior, los claustros,
patios y plazuelas de las iglesías servían de campo santo para la
gente sencilla.
En momentos de gran mortalidad por pestilencia lo que se hacía era
abrir en los lugares extramuros grandes fosas comunes y anónimas con
el objetivo de que los cadaveres no se amontonaran en las viviendas
con las consecuencias negativas que esto podía provocar. Los
cadaveres se enterraban con cal.
Por lo que respecta a Francia, la práctica de inhumar en iglesias
comenzó a ser criticada a finales del siglo XVII considerándola una
vanidad mundana. Pronto se van a añadir otros motivos como la
saturación de tumbas y los problemas higiénicos. Este proceso en
España se produjo de forma más tardía.
Urgía por tanto sacar los cementerios de las ciudades y disciplinar
la práctica inhumatoria. Con respecto a esto último los médicos
españoles solicitaron que se ordenara el espacio de la inhumación.
Van a surgir por tanto una serie de dictados a seguir por parte de
los enterradores para que las condiciones de las inhumaciones fueran
lo más higiénicas posibles. Con las órdenes reales de Carlos II,
de 3 de Abril de 1787 se daban las disposiciones sobre el
enterramiento en cementerios construidos fuera de las poblaciones.
Durante los primeros años resultó poco frecuente el cumplimiento de
las órdenes reales por los distintos intereses respecto al
enterramiento de los cadaveres.
Finalmente se generalizó la construcción de este nuevo tipo de
cementerios con la llegada de los nuevos contagios por fiebre
amarilla a partir de 1800 y por el debilitamiento económico y
político de la Iglesia provocado por las desamortizaciones.
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